Es ésta una actividad en
la que los ahorros en la gestión en todo su proceso (reservas,
embarques, navegación, control, etc.) debido a los avances en la
automatización y digitalización explican una escalada geométrica
de sus actividades. Así mientras en la década de los 60 del pasado
siglo tomaron un vuelo 1.300 millones de personas, en la primera
década del siglo actual lo hicieron más de 7.000 millones. Hablamos
de sextuplicarse en cincuenta años.
Tienen razón sus
abanderados en sostener que los riesgos de tal proceso de
automatización en sus actividades no se ha traducido en una
mortalidad creciente por accidentes. Pues a pesar de las noticiables
y enigmáticas desapariciones de aviones en pleno vuelo, lo cierto es
que entonces (1962-1971) murieron unas mil setecientas personas y
ahora (entre 2002 y 2011) lo hicieron apenas ciento cincuenta .
Pero no sucede lo mismo
con los efectos energéticos y ambientales de aquella escalada de
pasajeros y abaratamiento de los vuelos. Ya que para las dos próximas
décadas -entre el año 2012 y el 2035- se estima un crecimiento de
los consumos de queroseno de un 45%, pasando de 6,3 millones de
barriles diarios a 8,2 millones de barriles (fuente AIE); sobre todo
por la incorporación al modelo de consumismo aéreo occidental de
viajeros de nuevos países emergentes (Brasil, China o Rusia).
Un consumo voraz, pasado
y futuro, y un abaratamiento en el que no computan los costes en la
sostenibilidad de los recursos naturales y de las emisiones de efecto
invernadero. Los costes del crecimiento económico del PIB turístico.
Lo que E.J. Mishan tituló ya en el lejano año de
1969: “Growth: the price we pay” (traducido aquí por
Oikos-Tau en 1971 como Los costes del desarrollo económico).
En esa joya de libro de
economía (que nuestro mundo editorial es incapaz de reeditar, ni con
el pretexto del fallecimiento el pasado año de este
singular economista) se denostaba una invasión turística mundial
“resultado de que el precio de viajar se halla muy por debajo de
los costes sociales en que se incurre al hacerlo”, una carrera
masiva por “gozar de ello antes de que la multitud lo invada”.
Con lo que, consecuentemente, para él “sólo puede aventurarse
una fórmula que conseguiría en gran medida variar esa tenebrosa
tendencia: una ley internacional en contra del tráfico aéreo”.
Argumentos que, bien se
ve, serían hoy calificados por muchos de antisistema, cuando en
realidad los que ponen en peligro nuestro ecosistema (los verdaderos
antisistema) son ellos mismos. Aquellos que ya para el E.J. Mishan
que escribía en los años 1960, “se han dejado impresionar por
la nueva familia prototipo propietaria de un aeroplano, dos fuera
borda, tres coches y cuatro aparatos de televisión”.
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